EL REENCUENTRO, 80 AÑOS DEPUES DE LA PARTIDA:
A LOS 110 AÑOS DE LA INMIGRACIÓN JAPONESA
POR FREDDY ORTIZ NISHIHARA
Mientras el tren se acercaba a la estación sentíamos la presión de la emoción en nuestros pechos, latiendo a cien por hora, era un sentimiento o emoción del retorno, no expresable en palabras, porque no retornábamos físicamente nosotros, era la parte de nuestra sangre japonesa la que se acercaba a la tierra del abuelo, sintiéndose quizás lo mismo que hubiese experimentado Nishihara Uishi san, nuestro abuelo. Muy probablemente sería el mismo paisaje verde hermoso, dándonos la bienvenida a medida que nos acercábamos al terruño de los ancestros, los árboles del sakura como mudos testigos del pasado y el presente en el destino de los hombres nos leerán quizás la historia.” Luis, estamos llegando a la ciudad de nuestro abuelo” le dije entusiasmado a mi hermano, estirando libremente las piernas en el tren semi vacío mientras él se mordía las uñas de nervios y sólo sonreía como respuesta, observando a través de las ventanas el paisaje de pinos verdes, flores de tan maravillosos colores como nunca había visto en otros lugares y naranjales por doquier, mientras la voz grave de uno de los tripulantes se dejaba escuchar. “Mamanaku Hojoo… Hojoo shi, wasuremono shinaide kudasai, kochiu kudasai”(Pronto estaremos llegando a la ciudad de Hojoo, por favor no se olviden nada, tengan cuidado al bajar por favor).Sentíamos en nuestra almas y venas la sonrisa del abuelo como algo grabado desde nuestra niñez en nuestra almas porque una parte de él volvía a través de nosotros sus nietos a sus tierras 80 años después.” ¿Crees que nos esperan, nos reconocerán?, ¿Se nota que tengo algo de japonés?” Me interrogó Luis, mientras el tren paraba y la escotilla se abría. “Maya san nos dijo que había visto nuestras fotos y nos recogerá, claro que tenemos mucho del abuelo, somos su sangre volviendo como él tanto lo deseó” pronuncié con una sonrisa de esperanza, mientras hacíamos un esfuerzo para sostenes nuestra pesadas maletas viajando con nosotros desde Tokio a quince horas desde aquí.
Maya era la japonesa sobrina y nieta de nuestra madre y bisnieta del hermano mayor de nuestro abuelo y desde que llegamos al Japón había entrado en contacto con nosotros a través de cartas y postales, pensando que hablábamos y leíamos al revés y al derecho perfectamente el japonés: No sabía que la terrible guerra había desintegrado a nuestra familia; debido a la política de persecuciones y aunque ahora hablábamos un japonés casi perfecto, no lo leíamos en un 60 % éramos culturalmente más peruanos que japoneses y quizás ellos se sentían decepcionados de reencontrarse con parientes que no tenían el estereotipo que ellos suponían.
El pueblo parecía dormir en la mañana plácida, porque en el pais del Sol Naciente, entre las ocho de la mañana y seis de la tarde no se ve a nadie fuera de las fábricas, oficinas o tiendas, salvo ancianos, discapacitados y alguno que otros turistas o visitantes, como nosotros. Todos estarían en las fábricas o tienda.
“¿El abuelo partió de ésta estación para cruzar el océano, no hermanito?” Se dejó escuchar a Luis, mientras miraba las dedicatorias y la fuente antigua a la entrada.
“Creo que sí… ahora nosotros estamos en su pueblo, él siempre quiso traer a sus hijos aquí desde el Perú, pero bueno nosotros somos su sangre también” Le dije trayendo a nuestra mente y sin querer las palabras e imagen de nuestra madre sobre ése deseo tan profundo de volver en aquel barco mágico donde subían y sonreían los entonces niños y sus padres, con el dinero ahorrado a través de tantos años en el Perú.
“Cálmate, Freddy ya olvida lo triste y sonríe, porque nos esperan después de 80 años”, dijo Luis, palmeándome el hombro, pero contagiándose un poco de sentimentalismo, sentí su voz entrecortada y emocionada.
De pronto una mirada, una sonrisa y unas manos agitando las manos en una esquina, nos llamaron la atención. Una joven japonesa nos saludaba, junto a la silueta de una señora entrada en sus cincuentas y dos ancianas que paradas en una esquina representaban nuestro pasado y un nuevo presente en nuestra sangre en éstas tierras.
“Furedi chan, Ruisu chan!” pronunció emocionada, mientras se acercaba tratando de acortar los ochenta años de separación, las otras tres siluetas parecían haber olvidado los años y venían acercando sus pasos a un ritmo juvenil increíble. Nosotros sólo sentimos, con un eco lejano la voz de júbilo de nuestra madre en nuestros corazones, mientras también apresurábamos la caminata.
“Hojoo shi… yokoso” (Bienvenido al pueblo de Hojoo shi), dijeron las cuatro al unísono.
“Domoo” (muchísimas gracias), respondimos en coro.
Luego nos inclinamos lo más que pudimos para saludarnos y de pronto las ancianas se hincaron de rodillas a nuestros pies e intentaron besarlos, Luis y yo tuvimos que levantarlas del piso, sentimos que era algo terrible hacer eso a personas de ochenta años o más.
“Está bien, ya párese abuelita” dijo Luis, mientras sentíamos la sensación más contradictoria.
“Uishi volvió ¿no?” Dijo emocionada una de ellas, mencionando el nombre de mi abuelo, mientras la otra se echaba a llorar y rompiendo formalidades nos abrazaba llorando.
“Aquí está su sangre”, se oyó. “Son los Nishihara peruanos ¿no?” dijo la joven.
“Si asó es, es realmente un placer vernos”, dije mientras nuestras sonrisas y miradas cruzaban tiempos, distancias y pieles a través de la sensaciones mágicas. De pronto las formalidades tradicionales se rompieron, mientras una brisa del otoño soplaba trayendo hojas y removiendo nuestros cabellos. Luego, echamos a andar sintiendo que mucho de nuestro abuelo latía más fuerte en nuestros corazones, en cada paso de entrada a éste, su pueblo. Los sufrimientos de la guerra y las muertes absurdas, allá al otro lado del océano flotaría todavía tristes al atardecer de alguna playa invadida por el crepúsculo, pero por ahora, el espíritu del reencuentro le daba la vitalidad a nuestros espíritus animados por las sonrisas grabadas de nuestros seres queridos aquí y allá.